(Publicado en la Revista de Feria y Fiestas, Guadalcanal, 2010)
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Los términos incluidos en el título fueron algunos de los usados por los jueces, fiscales y oficiales de justicia inmersos en los autos que siguieron a esta revuelta organizada con motivo de la elección de alcaldes en Guadalcanal durante la tarde y noche del 4 de junio de 1675, así como a lo largo de la madrugada y primeras horas de la mañana del día siguiente. Es decir, casi 24 horas que no fueron precisamente tranquilas en la villa, estallando un tumulto que parecía prolongar el bullicio propio de la feria de Pentecostés, concluida la madrugada del mismo día 4.
Los hechos no ocurrieron espontáneamente o por casualidad, sino que venían preparándose con cierta discreción desde días anteriores, tras determinadas juntas secretas y acuerdos de un sector importante de la población, mayoritariamente integrado por parte del gremio de labradores, hasta 16 clérigos y aquellos otros vecinos que se dejaron seducir, presionar o influir por los anteriores para hacer bulto y vociferar con los mismos propósitos. En concreto, según uno de los fiscales que tomó parte en los autos correspondientes “antes del mes de junio de este año y después de haber entrado el mes actual los atumultuados tuvieron muchas juntas y conversaciones en las casa de morada de don Cristóbal Yanes de Molina, en compañía de varios vecinos, así clérigos como labradores de su facción y séquito, confiriendo y consultando unos con otros la contradicción que se había de hacerse a voz de República y pueblo… y con el concurso y tumulto de los implicados y otros que prevendrían para la elección de alcaldes… si Raguelo no salía nombrado alcalde plebeyo”.
A los amotinados habría que añadirle un buen número de curiosos que también se concentraron en la Plaza Pública como espectadores de algo inusual: una sedición en toda regla, pues se pretendía contradecir al monarca y a los señores del Consejo de Ordenes Militares, intentado poner alcalde a su gusto y en contra de lo prescrito en las Leyes Capitulares en vigor, es decir, las de 1563.
Por lo que hemos podido documentarnos, los hechos fueron precedidos por ciertas anomalías en la elección de alcaldes en años anteriores, en algunas ocasiones por falta de personal idóneo. Concretamente, algunos vecinos opinaban que en el proceso de elección no se seguía con fidelidad aquel capítulo por el que se prohibía ejercer oficios concejiles sin haber transcurrido el tiempo prescrito después de ocupar un oficio de esas características con anterioridad, o aquel otro que prohibía a dos hermanos o a un padre e hijo ocupar simultáneamente cargos de responsabilidad concejil.
Según las citadas Ley Capitular, y en lo que más nos atañe para el caso que contemplamos, el proceso de elección de oficiales del concejo guadalcanalense debía estar presidido por el gobernador de Llerena o uno de los alcaldes mayores del partido de su gobernación (el de Llerena, el de Hornachos o el de Segura de León) comisionado a tal efecto, autoridad que debía personarse en todos los pueblos del partido una vez cada cinco años con la finalidad de seleccionar a las personas hábiles e idóneas para ejercer los oficios concejiles (alcaldes ordinarios y regidores), oficios que se servían de forma anual. Así, con una sola y costosa visita para el erario concejil, dicho representante real debía dejar nombrados alcaldes y regidores suficientes para los siguientes cinco años o ejercicios, que aquí en Guadalcanal corrían desde la Pascua de Pentecostés de un año a la del siguiente o, lo que era igual, de feria a feria de Guaditoca.
En nuestra villa, según tuvimos la oportunidad de relatar en la revista de 2009 (“Alternativas en la jurisdicción de la villa santiaguista de Guadalcanal”), en las fechas que nos ocupan el cabildo concejil estaba constituido por dos alcaldes ordinarios (uno en representación del estado nobiliario y el otro representando al pueblo llano o estado general de los buenos hombres pecheros, que constituían la mayoría del vecindario) y el cuerpo de regidores, en nuestro caso constituido por una docena larga de regidores perpetuos. Estos últimos, por haber comprado sus respectivas regidurías, ejercían de continuo sus oficios, con la facultad de usarlo, arrendarlo, venderlo o trasmitirlo por herencia a sus descendientes. En definitiva, dado el corporativismo que cultivaban y por encima de las diferencias personales que pudieran tener, los regidores perpetuos eran quienes realmente mandaban y gobernaban en el concejo de Guadalcanal, pues los acuerdos de cabildo se tomaban por mayoría de votos.
Por lo tanto, la elección de oficiales del ayuntamiento en nuestra villa en 1675 se reducía al nombramiento de los dos alcaldes ordinarios que, por periodo de un año, debían formar parte del cabildo concejil, sin que su voto fuese de calidad respecto al de los regidores. De estos dos alcaldes, como ya se ha contemplado, uno debería nombrarse entre los representantes del estamento nobiliario local (caballeros e hidalgos, que en conjunto debían ser unos veinte guadalcanalenses), oficio que generalmente y por rotación consensuada solía quedar en manos de uno de los regidores perpetuos o en las de sus allegados. El otro alcalde debía ser plebeyo, con la condición añadida de que debería poseer una hacienda desahogada para responder con la misma en caso de que cometiese alguna irregularidad en el ejercicio de sus funciones. Las funciones de los alcaldes, como también ya es conocida por los usuales lectores de esta revista, consistían en gobernar y administrar el concejo colegiadamente con los regidores perpetuos, decisiones que se tomaban en las sesiones de cabildo por mayoría de votos; es decir, dado el elevado número de regidores perpetuos, el concejo guadalcanalense se gobernaba siguiendo los intereses de los referidos regidores perpetuos. Además, como función exclusiva e inherente al oficio de alcalde, le correspondía administrar justicia en primera instancia en las causas civiles y criminales del término y jurisdicción de la villa, en coordinación con el otro alcalde ordinario. Las causas de mayor entidad y las apelaciones a la primera instancia o justicia quedaban en manos del gobernador de Llerena.
Pues bien, en condiciones normales, que no fueron precisamente las que se presentaron en Guadalcanal en las fechas consideradas, el gobernador de Llerena, o uno de sus alcaldes mayores, debía presentarse en los pueblos de su gobernación una vez cada cinco años para dejar nombrados suficientes oficiales para ese período. Pero como los oficios de alcaldes (no consideramos a los regidores, dado que estos eran perpetuos) se servían por sólo un año, el gobernador o su representante en su visita quinquenal debía nombrar alcaldes para un año (el de su visita) y dejar previsto, aunque en secreto, los nombre de los potenciales alcaldables para los cuatro años siguientes, quedando igualmente nombrados sus posibles sustitutos ante enfermedades, muertes o emigraciones de algunos de los seleccionados.
El criterio de selección que seguía el representante real en este proceso quinquenal venía también descrito en la Ley Capitular en vigor. Concretamente, se estipulaba que dicho representante debía preguntar a los oficiales cesantes sobre las preferen¬cias en la elección de sus sustitutos, el día que visitaban el pueblo. Esta misma pregunta les debería hacer a los veinte labradores más señalados e influyentes del concejo, y a otros veinte vecinos más, recogiendo e integrando la información recibida en secreto, según su entender o conveniencia. No indicaba la Ley Capitular cómo habría de seleccionarse a esos cuarenta vecinos, pero entendemos que el comisario real se dejaría guiar o asumiría la propuesta del cuerpo de regidores perpetuos, evitándose así mayores complicaciones, salir al paso de esta cuestión rutinaria y cobrar del concejo lo que legalmente les correspondía por su visita, sin renunciar a cualquier otra “propina o detalle” que quisieran tener con él.
Hecha la consulta al cuerpo de electores citados, el referido representante regio escribía con su propia letra en sendos papeles los nombre de los diez vecinos plebeyos que había decidido seleccionar como aspirantes a alcaldes y cada uno de esos papeles “doblado lo metería dentro de una pelotilla de cera, la cual redondeaba con una turquesa de bodoques, de manera que todas las pelotillas fueren iguales y echará los que fueren nombrados para alcaldes en un cantarillo de madera”, cantarillo que había de guardarse en un arca bajo cuatro llaves (dos en manos de cada uno de los alcaldes, la tercera en las del mayordomo y una cuarta custodiada por el párroco de la Iglesia Mayor), junto al otro cantarillo donde debían estar las “pelotillas” correspondientes a los diez aspirantes a alcaldes por el estado nobiliario de la villa, asunto, éste último, que, como ya hemos dejado entrever, quedaba en manos y consenso del cuerpo de regidores perpetuos. Acto seguido, se llamaba a un niño de corta edad para que, una vez removidas las “pelotillas” sacara una de ellas del cántaro de alcalde por el estamento nobiliario y otra del correspondiente a los plebeyos, siendo los escogidos los nuevos alcaldes ordinarios hasta el tercer día de la Pascua de Pentecostés del año siguiente, día en el que -sin que ahora fuese necesaria la presencia del gobernador o su alcalde mayor- en la sesión de cabildo correspondiente sería llamado otro niño de corta edad para dejar en sus manos la elección de los nuevos alcaldes entre las “pelotillas” guardadas en sus correspondientes cantarillo y arca. Este proceso se repetía cada año el tercer día de la Pascua de Pentecostés, hasta agotar el quinquenio. Concluido este período, de nuevo debía personarse en la villa el gobernador de Llerena, o uno de sus alcaldes mayores, para seleccionar los alcaldes para el siguiente quinquenio.
Pues bien, el tercer día de la Pascua de Pentecostés de 1675 se iniciaba un nuevo quinquenio, por lo que el gobernador de Llerena comisionó al alcalde mayor de Hornachos (don Alonso Pérez Forero) para elegir oficiales en Guadalcanal, llegando así, tras esta prolongada introducción, a considerar el tumulto, motín y sedición que nos ocupa.
En efecto, la mañana del 4 de julio de 1675 hizo su aparición en la villa el alcalde mayor de Hornachos presidiendo una pequeña comitiva constituida por dos criados y un escribano y un alguacil de la gobernación. En su desplazamiento desde Hornachos, tuvo la oportunidad de cruzarse en el camino con muchos de los numerosos comerciantes, feriantes y devotos procedentes de la ermita de Guaditoca, donde acababa de concluir su famosa feria de Pentecostés. Pese a que coincidía con la de los propios guadalcanalenses que se reincorporaban al pueblo después de varios días de feria y veladas, la entrada en la villa de la citada comitiva no pasó desapercibida.
A la altura del convento del Espiritusanto, la comitiva real fue saludada por una comisión del cabildo concejil, cuyos integrantes, tras darles la bienvenida y mostrarles el respeto protocolario, les acompañaron hasta el mesón del Hospital de la Sangre, colindante con la iglesia y convento de la Concepción, donde tomaron aposento y dieron cuenta de unas suculentas mazas de carnero merino, regadas con un generoso vino de la cosecha local. Sobre las tres de la tarde, avisados por el tañer de campanas preceptivo, entraron en las casas de cabildo situadas en la Plaza Pública, para proceder a la elección de alcaldes, según se ha descrito y quedaba estipulado por la Ley Capitular en vigor.
Cuando el alcalde mayor de Hornachos, sus oficiales y la comisión de recibimiento entraron en las casas de cabildo, tras atravesar la entonces despoblada Plaza Pública, ya estaban esperándoles en su patio central el resto de los capitulares, los veinte mayores contribuyentes de la villa y una seleccionada y aleccionada representación de vecinos, por quienes, teóricamente, el alcalde mayor de Hornachos se dejaría asesorar para proponer a los posibles alcaldes ordinarios de la villa durante los próximos cinco años.
Nada más entrar la comitiva en las casas consistoriales, el alguacil mayor de Guadalcanal, a cuyos oídos habían llegado ciertos rumores de los que, por osados, no daba crédito, tomó la precaución de mandar a los porteros cerrar las puertas de la casa de cabildo por dentro, momento en el que paulatinamente se fueron dejando caer por la Plaza Pública determinados vecinos, afluyendo a la misma por las diferentes calles que a ella conducían. Y llegaban como despistado y por casualidad, aunque algo ajetreados a juzgar por su nervioso deambular sin aparente sentido. Después, poco a poco y a medida que aquella situación iba tomando cuerpo de multitud, los concurrentes empezaron a dar muestras de fortaleza, formando pequeños grupos, bromeando y riendo para contagiarse e infundirse mutuamente valor, hacerse notar en la Plaza y también en el interior de las casas del cabido, dado el tono de voz cada vez más vigoroso que usaban en sus improvisadas y recurrentes conversaciones.
Serían como las cinco de la tarde cuando, desde uno de los balcones de los corredores altos de las casas consistoriales, el alguacil mayor señaló y llamó a uno de los niños que, entre el gentío, jugueteaban por la Plaza Pública, para que, como era preceptivo, entrase a escoger las “pelotillas” con los nombre del los dos nuevos alcaldes ordinarios. Aprovechando ese momento, alguien, de forma disimulada y arropado por los de su corrillo para permanecer en el anonimato, vociferó ¡Raquelo alcalde, el pueblo quiere a Raguelo como alcalde plebeyo¡ Otros, ya envalentonados y sin disimulo, le siguieron con la misma proclama, formándose un tumulto y alboroto que incluso contagió a los que simplemente acudieron por curiosidad.
Dentro, en el cabildo hicieron oídos sordos a tal osadía, dando por hecho que la situación no llegaría a más y que nadie se aventuraría a ir en contra de Su Majestad, allí representado por el alcalde mayor de Hornachos. Sin embargo, cuando poco después el escribano del cabildo se asomó a los corredores altos y balcones para anunciar que Pedro Ximénez Carranco sería el nuevo alcalde plebeyo, las voces se convirtieron en insultos contra el elegido y sus electores “contradiciendoles con grandes ruidos, que obligaron a que el dicho Juez de Su Majestad y los alcaldes ordinarios y capitulares saliesen a los mismos corredores altos a quietar y reprehender el tumulto, con ruegos y amenazas de que los habrían de castigar”, amenazas que en absoluto sirvieron para apaciguar a los amotinados, todo lo contrario, pues ahora, aparte los gritos e improperio, se desenvainaron algunas espadas, salieron a relucir dagas y puñales y se enarbolaron palos amenazantes.
En efecto, la situación llegó a tal extremo, que el alcalde mayor de Hornachos “viendo la inobediencia y desacato, mando hacerles notorio a todos los tumultuados que no les impidiese la ejecución de los despachos de Su Majestad y señores de su Real Consejo de las Órdenes”. Es más, hizo publicar un bando para que “todas las personas que asistían en dicha Plaza se retirasen y saliesen de ella, bajo pena de la vida y de traidores al Rey, Nuestro Señor”, bando al que, sin temor del castigo, hicieron caso omiso, insistiendo en que Raguelo debía ser el nuevo alcalde plebeyo.
Y así, entre voces y amenazas por parte de los amotinados y los de su cuerda y facción, transcurrió el resto de la tarde hasta que, ya casi a obscurecida, observando el alcalde mayor, los capitulares y los electores (prácticamente presos y asediados dentro de las casas de cabildo) que no remitía la violencia verbal y las amenazas, “para evitar y quietar el arrojo desenfrenado de aquel tumulto… trataron de nombrar otro alcalde, siendo ya de noche obscura, y ejecutándolo salió electo en segundo lugar Juan Ximénez Parra, persona muy apropósito para el gobierno de la República y su conservación” nombramiento que, en un primer momento, parecía del gusto de los amotinados.
No obstante, especialmente por parte del sector de los clérigos locales, momentos después se reavivó e incrementó el motín, rechazando la segunda propuesta de alcalde e insistiendo en que únicamente querían por alcalde a Raguelo, es decir a Cristóbal Ximénez Lucas, que éste era su nombre “amenazando de viva voz a dicho Juez y capitulares que si no lo nombraban no habían de salir vivos del cabildo, sino muertos y picados, empezando por el alcalde mayor de Hornachos…” Al parecer, fue el clérigo Silvestre Manuel Cabezas quien, con una espada en la mano capitaneó el rechazo del nuevo alcalde, “reprendiendo a los amotinados el que aceptasen a Ximénez Parra, diciéndoles hombres del diablo… pedid a Raguelo… acabemos de una vez con estos perros judíos…”
Como medida de fuerza, demostrando que iban en serio e incrementando la presión sobre las personas sitiadas en las casas del cabildo, no permitieron que sus criados y familiares entrasen para llevarles la cena, haciendo una excepción con dos de ellos, “diciendo con gritería que sólo para don Luis Ignacio y don Alonso Damián entrarían gallinas y capones, y para los demás cuernos y quijadas de borricos, pasando a otras palabras feas…”
Y en esta situación de acoso y asedio transcurrió el resto de la noche y toda la madrugada del día siguiente, sin que aminorara el concurso de gente en la plaza, unos presionando y otros como meros espectadores. Serían sobre las once de la mañana del día siguiente, cuando los tres curas párrocos, que al parecer no intervinieron directamente en el tumulto, junto a los religiosos del convento de San Francisco y otros vecinos importantes de la villa, tras negociar con sitiados y sitiadores, y “por evitar otros inconvenientes que podrían sobrevenir”, fuera de las casas del cabildo convinieron “darle en el pósito la vara de alcalde ordinario al dicho Cristóbal Ximénez Lucas, alias Raguelo”, calmándose momentáneamente los ánimos, aunque no sin increpar previamente a los religiosos de San Francisco, a quienes “mandaron que se metiesen en su asuntos y se marcharan al convento”.
Con el nombramiento de Raguelo como alcalde plebeyo parecía que las aguas volverían a su curso, dando fin al motín, tumulto y asonada descrita. Pero no fue así, pues ciertos clérigos de los amotinados pidieron leer las actas que los escribanos levantaron dando fe de lo ocurrido y, como no les convenía los términos en que había sido redactada, vociferando y a empujones metieron dentro de las casa capitulares al alcalde mayor y al resto de capitulares y sus escribanos para que redactaran el acta a su antojo, es decir, “ habían de referir en las actas haber sido Raguelo nombrado alcalde a voz de República y pedimento de todo el pueblo”, presión a la que se plegaron los capitulares, saliendo al paso de esta situación tan comprometida, pues temían por sus vidas.
Los hechos relatados corresponden a la versión de uno de los fiscales, concretamente la del juzgado eclesiástico. Suponemos que el alcalde mayor de Hornachos y su séquito, que abandonarían precipitadamente el pueblo, encaminándose a Llerena, contaría su propia versión ante la audiencia del gobernador, versión de la que no tenemos noticias, pues por desgracia no se conserva nada del archivo histórico de la gobernación y audiencia de Llerena.
En efecto, como ya anunciamos al principio, entre los amotinados existían seglares y religiosos, sometidos, por lo tanto, a dos fueros distintos: los seglares a la justicia ordinaria y los religiosos a la eclesiástica. En ambos casos los jueces naturales residían en Llerena, representados respectivamente por el gobernador del partido y por el provisor y juez eclesiástico del provisorato, de tal manera que, aunque se trataba de juzgar un mismo hecho, cada uno de los jueces implicados emitió su sentencia de manera independiente, como igualmente la causa se instruyó por separado.
Como ya se ha dicho, no hemos podido localizar un solo documento sobre el juicio ordinario contra los seglares amotinados y sediciosos celebrado en la audiencia del gobernador de Llerena. Sin embargo, disponemos de noticias pormenorizadas del proceso seguido en la audiencia del provisor de Llerena, gracias a la abundante documentación que hoy se custodia en el Archivo General del Arzobispado de Sevilla, en donde, por circunstancia desconocida, se localiza tal documentación, cuando su sitio natural debería haber sido el Archivo del Obispado de Badajoz, concretamente formando parte de la Sección Provisorato de Llerena.
La citada documentación pone de manifiesto que fueron precisamente los clérigos locales los más exaltados de entre los amotinados, llevando la voz cantante, el protagonismo y la reactivación de lo ocurrido entre los días 4 y 5 de Junio de 1675. En total, 16 de ellos fueron juzgados y condenados a distintas penas, concretamente los presbíteros o sacerdotes Cristóbal Yanes de Molina (parece que fue el inspirador de la rebelión y sedición), Juan González Albarranca y Luna, Alonso Carrasco, Cristóbal Martín de Alba, Alonso Ximénez Chavero, Alonso Ximénez Lucas (hermano de Raguelo, al que proponían como alcalde), Andrés de Ortega, Gerónimo Quintero y Pedro Cortés Camacho, a los que acompañaron también otros clérigos de órdenes mayores que aún no habían cantado misa (diáconos y subdiáconos) y que respondían a los nombres de Francisco de Gálvez, Silvestre Manuel Cabezas, Cristóbal de Alvarado, Pedro González de la Espada, Diego Díaz de Ortega, Carlos Manuel Centurión y Alonso Murillo, más Juan del Castillo, éste último clérigo de órdenes menores. No intervinieron, o al menos no fueron implicados, ninguno de los tres párrocos, ni el resto de los clérigos locales que, por aquellas fechas, créanlo, superarían el medio centenar en la villa, sin incluir a los religiosos de San Francisco ni al centenar de religiosas enclaustradas en los conventos de la localidad.
Pues bien, una vez que la justicia ordinaria puso en conocimiento del provisor de Llerena el amotinamiento y la sedición relatada, dicho provisor mandó un oficial de justicia de su curia para instruir los correspondientes expedientes, resultando implicados los clérigos relacionados. Para ello, a lo largo del mes de Julio tomó declaración a distintas personas, especialmente a los capitulares y electores asediados en las casas del cabildo, acusándoles de sediciosos por interferir en la voluntad real de elegir alcaldes según estaba establecido. En Agosto de 1675 ya estaban los clérigos relacionados encarcelados en la cárcel prioral de Llerena, iniciando sus abogados defensores los trámites para su excarcelación a mediados de Septiembre. Según los expedientes consultados, todos manifestaron conocer los hechos relatados, pero ninguno se declaró culpable, negando su presencia en la Plaza durante los días referidos o, a lo sumo, aceptando que pasaron de prisa por allí, unos paseando y otros para entrar a celebrar cuestiones relacionadas con el culto en las parroquias de Santa María o de San Sebastián. Ya en Octubre, el provisor de Llerena emitió las correspondientes sentencias, condenando a todos y cada uno de los clérigos citados a una multa pecuniaria de entre 1.500 y 2.000 maravedíes (más otros 3.500 de gastos de cárcel y justicia) y al destierro de la villa entre tres y diez meses, según los casos.
Transcurrido el destierro, volvieron a Guadalcanal para seguir el ejercicio de su profesión, es decir, para vivir de las rentas. En efecto, por lo general el clero de Guadalcanal, que a mi entender fue el promotor de los hechos considerados, aparte de numeroso representaba un estamento muy complicado, involucrándose en situaciones ilegales y dando con frecuencia malos ejemplos al vecindario. Entre ellos se llevaban más que mal, disputándose prebendas, capellanías, derechos de pie de altar, etc., disputas que merecen un estudio pormenorizado de este estamento.
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Bibliografía:
Archivo General del Arzobispado de Sevilla, Sección Justicia:
- Serie Criminal, leg. 3.696.
- Serie Autos Ejecutados, leg. 195
Los hechos no ocurrieron espontáneamente o por casualidad, sino que venían preparándose con cierta discreción desde días anteriores, tras determinadas juntas secretas y acuerdos de un sector importante de la población, mayoritariamente integrado por parte del gremio de labradores, hasta 16 clérigos y aquellos otros vecinos que se dejaron seducir, presionar o influir por los anteriores para hacer bulto y vociferar con los mismos propósitos. En concreto, según uno de los fiscales que tomó parte en los autos correspondientes “antes del mes de junio de este año y después de haber entrado el mes actual los atumultuados tuvieron muchas juntas y conversaciones en las casa de morada de don Cristóbal Yanes de Molina, en compañía de varios vecinos, así clérigos como labradores de su facción y séquito, confiriendo y consultando unos con otros la contradicción que se había de hacerse a voz de República y pueblo… y con el concurso y tumulto de los implicados y otros que prevendrían para la elección de alcaldes… si Raguelo no salía nombrado alcalde plebeyo”.
A los amotinados habría que añadirle un buen número de curiosos que también se concentraron en la Plaza Pública como espectadores de algo inusual: una sedición en toda regla, pues se pretendía contradecir al monarca y a los señores del Consejo de Ordenes Militares, intentado poner alcalde a su gusto y en contra de lo prescrito en las Leyes Capitulares en vigor, es decir, las de 1563.
Por lo que hemos podido documentarnos, los hechos fueron precedidos por ciertas anomalías en la elección de alcaldes en años anteriores, en algunas ocasiones por falta de personal idóneo. Concretamente, algunos vecinos opinaban que en el proceso de elección no se seguía con fidelidad aquel capítulo por el que se prohibía ejercer oficios concejiles sin haber transcurrido el tiempo prescrito después de ocupar un oficio de esas características con anterioridad, o aquel otro que prohibía a dos hermanos o a un padre e hijo ocupar simultáneamente cargos de responsabilidad concejil.
Según las citadas Ley Capitular, y en lo que más nos atañe para el caso que contemplamos, el proceso de elección de oficiales del concejo guadalcanalense debía estar presidido por el gobernador de Llerena o uno de los alcaldes mayores del partido de su gobernación (el de Llerena, el de Hornachos o el de Segura de León) comisionado a tal efecto, autoridad que debía personarse en todos los pueblos del partido una vez cada cinco años con la finalidad de seleccionar a las personas hábiles e idóneas para ejercer los oficios concejiles (alcaldes ordinarios y regidores), oficios que se servían de forma anual. Así, con una sola y costosa visita para el erario concejil, dicho representante real debía dejar nombrados alcaldes y regidores suficientes para los siguientes cinco años o ejercicios, que aquí en Guadalcanal corrían desde la Pascua de Pentecostés de un año a la del siguiente o, lo que era igual, de feria a feria de Guaditoca.
En nuestra villa, según tuvimos la oportunidad de relatar en la revista de 2009 (“Alternativas en la jurisdicción de la villa santiaguista de Guadalcanal”), en las fechas que nos ocupan el cabildo concejil estaba constituido por dos alcaldes ordinarios (uno en representación del estado nobiliario y el otro representando al pueblo llano o estado general de los buenos hombres pecheros, que constituían la mayoría del vecindario) y el cuerpo de regidores, en nuestro caso constituido por una docena larga de regidores perpetuos. Estos últimos, por haber comprado sus respectivas regidurías, ejercían de continuo sus oficios, con la facultad de usarlo, arrendarlo, venderlo o trasmitirlo por herencia a sus descendientes. En definitiva, dado el corporativismo que cultivaban y por encima de las diferencias personales que pudieran tener, los regidores perpetuos eran quienes realmente mandaban y gobernaban en el concejo de Guadalcanal, pues los acuerdos de cabildo se tomaban por mayoría de votos.
Por lo tanto, la elección de oficiales del ayuntamiento en nuestra villa en 1675 se reducía al nombramiento de los dos alcaldes ordinarios que, por periodo de un año, debían formar parte del cabildo concejil, sin que su voto fuese de calidad respecto al de los regidores. De estos dos alcaldes, como ya se ha contemplado, uno debería nombrarse entre los representantes del estamento nobiliario local (caballeros e hidalgos, que en conjunto debían ser unos veinte guadalcanalenses), oficio que generalmente y por rotación consensuada solía quedar en manos de uno de los regidores perpetuos o en las de sus allegados. El otro alcalde debía ser plebeyo, con la condición añadida de que debería poseer una hacienda desahogada para responder con la misma en caso de que cometiese alguna irregularidad en el ejercicio de sus funciones. Las funciones de los alcaldes, como también ya es conocida por los usuales lectores de esta revista, consistían en gobernar y administrar el concejo colegiadamente con los regidores perpetuos, decisiones que se tomaban en las sesiones de cabildo por mayoría de votos; es decir, dado el elevado número de regidores perpetuos, el concejo guadalcanalense se gobernaba siguiendo los intereses de los referidos regidores perpetuos. Además, como función exclusiva e inherente al oficio de alcalde, le correspondía administrar justicia en primera instancia en las causas civiles y criminales del término y jurisdicción de la villa, en coordinación con el otro alcalde ordinario. Las causas de mayor entidad y las apelaciones a la primera instancia o justicia quedaban en manos del gobernador de Llerena.
Pues bien, en condiciones normales, que no fueron precisamente las que se presentaron en Guadalcanal en las fechas consideradas, el gobernador de Llerena, o uno de sus alcaldes mayores, debía presentarse en los pueblos de su gobernación una vez cada cinco años para dejar nombrados suficientes oficiales para ese período. Pero como los oficios de alcaldes (no consideramos a los regidores, dado que estos eran perpetuos) se servían por sólo un año, el gobernador o su representante en su visita quinquenal debía nombrar alcaldes para un año (el de su visita) y dejar previsto, aunque en secreto, los nombre de los potenciales alcaldables para los cuatro años siguientes, quedando igualmente nombrados sus posibles sustitutos ante enfermedades, muertes o emigraciones de algunos de los seleccionados.
El criterio de selección que seguía el representante real en este proceso quinquenal venía también descrito en la Ley Capitular en vigor. Concretamente, se estipulaba que dicho representante debía preguntar a los oficiales cesantes sobre las preferen¬cias en la elección de sus sustitutos, el día que visitaban el pueblo. Esta misma pregunta les debería hacer a los veinte labradores más señalados e influyentes del concejo, y a otros veinte vecinos más, recogiendo e integrando la información recibida en secreto, según su entender o conveniencia. No indicaba la Ley Capitular cómo habría de seleccionarse a esos cuarenta vecinos, pero entendemos que el comisario real se dejaría guiar o asumiría la propuesta del cuerpo de regidores perpetuos, evitándose así mayores complicaciones, salir al paso de esta cuestión rutinaria y cobrar del concejo lo que legalmente les correspondía por su visita, sin renunciar a cualquier otra “propina o detalle” que quisieran tener con él.
Hecha la consulta al cuerpo de electores citados, el referido representante regio escribía con su propia letra en sendos papeles los nombre de los diez vecinos plebeyos que había decidido seleccionar como aspirantes a alcaldes y cada uno de esos papeles “doblado lo metería dentro de una pelotilla de cera, la cual redondeaba con una turquesa de bodoques, de manera que todas las pelotillas fueren iguales y echará los que fueren nombrados para alcaldes en un cantarillo de madera”, cantarillo que había de guardarse en un arca bajo cuatro llaves (dos en manos de cada uno de los alcaldes, la tercera en las del mayordomo y una cuarta custodiada por el párroco de la Iglesia Mayor), junto al otro cantarillo donde debían estar las “pelotillas” correspondientes a los diez aspirantes a alcaldes por el estado nobiliario de la villa, asunto, éste último, que, como ya hemos dejado entrever, quedaba en manos y consenso del cuerpo de regidores perpetuos. Acto seguido, se llamaba a un niño de corta edad para que, una vez removidas las “pelotillas” sacara una de ellas del cántaro de alcalde por el estamento nobiliario y otra del correspondiente a los plebeyos, siendo los escogidos los nuevos alcaldes ordinarios hasta el tercer día de la Pascua de Pentecostés del año siguiente, día en el que -sin que ahora fuese necesaria la presencia del gobernador o su alcalde mayor- en la sesión de cabildo correspondiente sería llamado otro niño de corta edad para dejar en sus manos la elección de los nuevos alcaldes entre las “pelotillas” guardadas en sus correspondientes cantarillo y arca. Este proceso se repetía cada año el tercer día de la Pascua de Pentecostés, hasta agotar el quinquenio. Concluido este período, de nuevo debía personarse en la villa el gobernador de Llerena, o uno de sus alcaldes mayores, para seleccionar los alcaldes para el siguiente quinquenio.
Pues bien, el tercer día de la Pascua de Pentecostés de 1675 se iniciaba un nuevo quinquenio, por lo que el gobernador de Llerena comisionó al alcalde mayor de Hornachos (don Alonso Pérez Forero) para elegir oficiales en Guadalcanal, llegando así, tras esta prolongada introducción, a considerar el tumulto, motín y sedición que nos ocupa.
En efecto, la mañana del 4 de julio de 1675 hizo su aparición en la villa el alcalde mayor de Hornachos presidiendo una pequeña comitiva constituida por dos criados y un escribano y un alguacil de la gobernación. En su desplazamiento desde Hornachos, tuvo la oportunidad de cruzarse en el camino con muchos de los numerosos comerciantes, feriantes y devotos procedentes de la ermita de Guaditoca, donde acababa de concluir su famosa feria de Pentecostés. Pese a que coincidía con la de los propios guadalcanalenses que se reincorporaban al pueblo después de varios días de feria y veladas, la entrada en la villa de la citada comitiva no pasó desapercibida.
A la altura del convento del Espiritusanto, la comitiva real fue saludada por una comisión del cabildo concejil, cuyos integrantes, tras darles la bienvenida y mostrarles el respeto protocolario, les acompañaron hasta el mesón del Hospital de la Sangre, colindante con la iglesia y convento de la Concepción, donde tomaron aposento y dieron cuenta de unas suculentas mazas de carnero merino, regadas con un generoso vino de la cosecha local. Sobre las tres de la tarde, avisados por el tañer de campanas preceptivo, entraron en las casas de cabildo situadas en la Plaza Pública, para proceder a la elección de alcaldes, según se ha descrito y quedaba estipulado por la Ley Capitular en vigor.
Cuando el alcalde mayor de Hornachos, sus oficiales y la comisión de recibimiento entraron en las casas de cabildo, tras atravesar la entonces despoblada Plaza Pública, ya estaban esperándoles en su patio central el resto de los capitulares, los veinte mayores contribuyentes de la villa y una seleccionada y aleccionada representación de vecinos, por quienes, teóricamente, el alcalde mayor de Hornachos se dejaría asesorar para proponer a los posibles alcaldes ordinarios de la villa durante los próximos cinco años.
Nada más entrar la comitiva en las casas consistoriales, el alguacil mayor de Guadalcanal, a cuyos oídos habían llegado ciertos rumores de los que, por osados, no daba crédito, tomó la precaución de mandar a los porteros cerrar las puertas de la casa de cabildo por dentro, momento en el que paulatinamente se fueron dejando caer por la Plaza Pública determinados vecinos, afluyendo a la misma por las diferentes calles que a ella conducían. Y llegaban como despistado y por casualidad, aunque algo ajetreados a juzgar por su nervioso deambular sin aparente sentido. Después, poco a poco y a medida que aquella situación iba tomando cuerpo de multitud, los concurrentes empezaron a dar muestras de fortaleza, formando pequeños grupos, bromeando y riendo para contagiarse e infundirse mutuamente valor, hacerse notar en la Plaza y también en el interior de las casas del cabido, dado el tono de voz cada vez más vigoroso que usaban en sus improvisadas y recurrentes conversaciones.
Serían como las cinco de la tarde cuando, desde uno de los balcones de los corredores altos de las casas consistoriales, el alguacil mayor señaló y llamó a uno de los niños que, entre el gentío, jugueteaban por la Plaza Pública, para que, como era preceptivo, entrase a escoger las “pelotillas” con los nombre del los dos nuevos alcaldes ordinarios. Aprovechando ese momento, alguien, de forma disimulada y arropado por los de su corrillo para permanecer en el anonimato, vociferó ¡Raquelo alcalde, el pueblo quiere a Raguelo como alcalde plebeyo¡ Otros, ya envalentonados y sin disimulo, le siguieron con la misma proclama, formándose un tumulto y alboroto que incluso contagió a los que simplemente acudieron por curiosidad.
Dentro, en el cabildo hicieron oídos sordos a tal osadía, dando por hecho que la situación no llegaría a más y que nadie se aventuraría a ir en contra de Su Majestad, allí representado por el alcalde mayor de Hornachos. Sin embargo, cuando poco después el escribano del cabildo se asomó a los corredores altos y balcones para anunciar que Pedro Ximénez Carranco sería el nuevo alcalde plebeyo, las voces se convirtieron en insultos contra el elegido y sus electores “contradiciendoles con grandes ruidos, que obligaron a que el dicho Juez de Su Majestad y los alcaldes ordinarios y capitulares saliesen a los mismos corredores altos a quietar y reprehender el tumulto, con ruegos y amenazas de que los habrían de castigar”, amenazas que en absoluto sirvieron para apaciguar a los amotinados, todo lo contrario, pues ahora, aparte los gritos e improperio, se desenvainaron algunas espadas, salieron a relucir dagas y puñales y se enarbolaron palos amenazantes.
En efecto, la situación llegó a tal extremo, que el alcalde mayor de Hornachos “viendo la inobediencia y desacato, mando hacerles notorio a todos los tumultuados que no les impidiese la ejecución de los despachos de Su Majestad y señores de su Real Consejo de las Órdenes”. Es más, hizo publicar un bando para que “todas las personas que asistían en dicha Plaza se retirasen y saliesen de ella, bajo pena de la vida y de traidores al Rey, Nuestro Señor”, bando al que, sin temor del castigo, hicieron caso omiso, insistiendo en que Raguelo debía ser el nuevo alcalde plebeyo.
Y así, entre voces y amenazas por parte de los amotinados y los de su cuerda y facción, transcurrió el resto de la tarde hasta que, ya casi a obscurecida, observando el alcalde mayor, los capitulares y los electores (prácticamente presos y asediados dentro de las casas de cabildo) que no remitía la violencia verbal y las amenazas, “para evitar y quietar el arrojo desenfrenado de aquel tumulto… trataron de nombrar otro alcalde, siendo ya de noche obscura, y ejecutándolo salió electo en segundo lugar Juan Ximénez Parra, persona muy apropósito para el gobierno de la República y su conservación” nombramiento que, en un primer momento, parecía del gusto de los amotinados.
No obstante, especialmente por parte del sector de los clérigos locales, momentos después se reavivó e incrementó el motín, rechazando la segunda propuesta de alcalde e insistiendo en que únicamente querían por alcalde a Raguelo, es decir a Cristóbal Ximénez Lucas, que éste era su nombre “amenazando de viva voz a dicho Juez y capitulares que si no lo nombraban no habían de salir vivos del cabildo, sino muertos y picados, empezando por el alcalde mayor de Hornachos…” Al parecer, fue el clérigo Silvestre Manuel Cabezas quien, con una espada en la mano capitaneó el rechazo del nuevo alcalde, “reprendiendo a los amotinados el que aceptasen a Ximénez Parra, diciéndoles hombres del diablo… pedid a Raguelo… acabemos de una vez con estos perros judíos…”
Como medida de fuerza, demostrando que iban en serio e incrementando la presión sobre las personas sitiadas en las casas del cabildo, no permitieron que sus criados y familiares entrasen para llevarles la cena, haciendo una excepción con dos de ellos, “diciendo con gritería que sólo para don Luis Ignacio y don Alonso Damián entrarían gallinas y capones, y para los demás cuernos y quijadas de borricos, pasando a otras palabras feas…”
Y en esta situación de acoso y asedio transcurrió el resto de la noche y toda la madrugada del día siguiente, sin que aminorara el concurso de gente en la plaza, unos presionando y otros como meros espectadores. Serían sobre las once de la mañana del día siguiente, cuando los tres curas párrocos, que al parecer no intervinieron directamente en el tumulto, junto a los religiosos del convento de San Francisco y otros vecinos importantes de la villa, tras negociar con sitiados y sitiadores, y “por evitar otros inconvenientes que podrían sobrevenir”, fuera de las casas del cabildo convinieron “darle en el pósito la vara de alcalde ordinario al dicho Cristóbal Ximénez Lucas, alias Raguelo”, calmándose momentáneamente los ánimos, aunque no sin increpar previamente a los religiosos de San Francisco, a quienes “mandaron que se metiesen en su asuntos y se marcharan al convento”.
Con el nombramiento de Raguelo como alcalde plebeyo parecía que las aguas volverían a su curso, dando fin al motín, tumulto y asonada descrita. Pero no fue así, pues ciertos clérigos de los amotinados pidieron leer las actas que los escribanos levantaron dando fe de lo ocurrido y, como no les convenía los términos en que había sido redactada, vociferando y a empujones metieron dentro de las casa capitulares al alcalde mayor y al resto de capitulares y sus escribanos para que redactaran el acta a su antojo, es decir, “ habían de referir en las actas haber sido Raguelo nombrado alcalde a voz de República y pedimento de todo el pueblo”, presión a la que se plegaron los capitulares, saliendo al paso de esta situación tan comprometida, pues temían por sus vidas.
Los hechos relatados corresponden a la versión de uno de los fiscales, concretamente la del juzgado eclesiástico. Suponemos que el alcalde mayor de Hornachos y su séquito, que abandonarían precipitadamente el pueblo, encaminándose a Llerena, contaría su propia versión ante la audiencia del gobernador, versión de la que no tenemos noticias, pues por desgracia no se conserva nada del archivo histórico de la gobernación y audiencia de Llerena.
En efecto, como ya anunciamos al principio, entre los amotinados existían seglares y religiosos, sometidos, por lo tanto, a dos fueros distintos: los seglares a la justicia ordinaria y los religiosos a la eclesiástica. En ambos casos los jueces naturales residían en Llerena, representados respectivamente por el gobernador del partido y por el provisor y juez eclesiástico del provisorato, de tal manera que, aunque se trataba de juzgar un mismo hecho, cada uno de los jueces implicados emitió su sentencia de manera independiente, como igualmente la causa se instruyó por separado.
Como ya se ha dicho, no hemos podido localizar un solo documento sobre el juicio ordinario contra los seglares amotinados y sediciosos celebrado en la audiencia del gobernador de Llerena. Sin embargo, disponemos de noticias pormenorizadas del proceso seguido en la audiencia del provisor de Llerena, gracias a la abundante documentación que hoy se custodia en el Archivo General del Arzobispado de Sevilla, en donde, por circunstancia desconocida, se localiza tal documentación, cuando su sitio natural debería haber sido el Archivo del Obispado de Badajoz, concretamente formando parte de la Sección Provisorato de Llerena.
La citada documentación pone de manifiesto que fueron precisamente los clérigos locales los más exaltados de entre los amotinados, llevando la voz cantante, el protagonismo y la reactivación de lo ocurrido entre los días 4 y 5 de Junio de 1675. En total, 16 de ellos fueron juzgados y condenados a distintas penas, concretamente los presbíteros o sacerdotes Cristóbal Yanes de Molina (parece que fue el inspirador de la rebelión y sedición), Juan González Albarranca y Luna, Alonso Carrasco, Cristóbal Martín de Alba, Alonso Ximénez Chavero, Alonso Ximénez Lucas (hermano de Raguelo, al que proponían como alcalde), Andrés de Ortega, Gerónimo Quintero y Pedro Cortés Camacho, a los que acompañaron también otros clérigos de órdenes mayores que aún no habían cantado misa (diáconos y subdiáconos) y que respondían a los nombres de Francisco de Gálvez, Silvestre Manuel Cabezas, Cristóbal de Alvarado, Pedro González de la Espada, Diego Díaz de Ortega, Carlos Manuel Centurión y Alonso Murillo, más Juan del Castillo, éste último clérigo de órdenes menores. No intervinieron, o al menos no fueron implicados, ninguno de los tres párrocos, ni el resto de los clérigos locales que, por aquellas fechas, créanlo, superarían el medio centenar en la villa, sin incluir a los religiosos de San Francisco ni al centenar de religiosas enclaustradas en los conventos de la localidad.
Pues bien, una vez que la justicia ordinaria puso en conocimiento del provisor de Llerena el amotinamiento y la sedición relatada, dicho provisor mandó un oficial de justicia de su curia para instruir los correspondientes expedientes, resultando implicados los clérigos relacionados. Para ello, a lo largo del mes de Julio tomó declaración a distintas personas, especialmente a los capitulares y electores asediados en las casas del cabildo, acusándoles de sediciosos por interferir en la voluntad real de elegir alcaldes según estaba establecido. En Agosto de 1675 ya estaban los clérigos relacionados encarcelados en la cárcel prioral de Llerena, iniciando sus abogados defensores los trámites para su excarcelación a mediados de Septiembre. Según los expedientes consultados, todos manifestaron conocer los hechos relatados, pero ninguno se declaró culpable, negando su presencia en la Plaza durante los días referidos o, a lo sumo, aceptando que pasaron de prisa por allí, unos paseando y otros para entrar a celebrar cuestiones relacionadas con el culto en las parroquias de Santa María o de San Sebastián. Ya en Octubre, el provisor de Llerena emitió las correspondientes sentencias, condenando a todos y cada uno de los clérigos citados a una multa pecuniaria de entre 1.500 y 2.000 maravedíes (más otros 3.500 de gastos de cárcel y justicia) y al destierro de la villa entre tres y diez meses, según los casos.
Transcurrido el destierro, volvieron a Guadalcanal para seguir el ejercicio de su profesión, es decir, para vivir de las rentas. En efecto, por lo general el clero de Guadalcanal, que a mi entender fue el promotor de los hechos considerados, aparte de numeroso representaba un estamento muy complicado, involucrándose en situaciones ilegales y dando con frecuencia malos ejemplos al vecindario. Entre ellos se llevaban más que mal, disputándose prebendas, capellanías, derechos de pie de altar, etc., disputas que merecen un estudio pormenorizado de este estamento.
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Bibliografía:
Archivo General del Arzobispado de Sevilla, Sección Justicia:
- Serie Criminal, leg. 3.696.
- Serie Autos Ejecutados, leg. 195